16.11.09

17

Empecé escribiendo esto como el borrador para la tarea por los 25 años de Victoria de los Ángeles y seguí como diario íntimo. Nunca tuve uno. Ya sea agenda o diario. Tal vez porque los hechos de mi vida no son tan importantes como para escribirlos en un cuaderno. Pero no era eso lo que quería contar. Hoy no.
Resulta que como todos los domingos primeros de cada mes (menos los de vacaciones, obvio) se realiza el torneo de los licántropos. Yo lo llamo así, pero el colegio tiene un nombre más largo aún para un partido parecido al fútbol con una mezcla de rugby entre alumnos lobos. En sí, son cinco alumnos convertidos en lobos de cada equipo con el objetivo de embocar una pelota de cuero en un arco intentando tirar al piso al menos a otros dos jugadores del equipo contrario y haberse quedado la pelota durante todo el recorrido. Violento, pero divertido, según mis compañeros. De los 30 estudiantes licántropos aquí en Victoria de los Ángeles, 17 varones se dedican a este deporte. Lo llaman “scrool” (se pronuncia es-crul), yo lo llamo “terror”. No me satisface ver a cinco perros gigantes empujarse con el único fin de marcar un gol; porque es eso, un gol, no un “won”, como le dicen. Lo considero patético. Y además me da miedo. Sí, pero tengo la excusa de la noche del licántropo. Si vuelvo a ver en mi vida a un lobizón, en vivo y en directo a metros de mí, me daría un paro cardíaco. Por eso evito los torneos y no voy. Después de todo, sólo soy una más del público. Y eso no me satisface. Pero me fui por las ramas de scrool y no llegué a lo que quería decir.
En fin, eran las 11 de la mañana y Yamila me manda un mensaje de texto para preguntarme si no la podía acompañar al torneo, porque no le gustaba ir sola. Me molestó en dos cosas: una, me despertó, y dos, sabe perfectamente que a un partido de scrool nunca más voy en mi vida. Pero me insistió nuevamente y terminó llamándome al celular.
- ¡No! No voy a ir – le negué.
- Dale… No te va a pasar nada, Gise, yo estoy ahí – como si ella fuera mi protectora.
- Ya me conocés. ¿Puedo seguir durmiendo? –
- No. Te vas a levantar, te ponés linda, comés algo y vamos –
- ¿Quién sos vos para decirme eso? ¿Mi mamá? –
- No. Soy la chica que te habla desde tu jardín de enfrente – lo hizo otra vez. Cuando quiere sacarme del cuarto, me engaña y va a mi casa a buscarme. Salí con pesadez de las sábanas y corrí las cortinas. Exactamente. Podía apreciar la sonrisa burlona de Yamila desde el césped del frente con el celular en el oído. - ¿Venís? –
- Te voy a matar – corté.
Minutos después sonó el timbre y escuché a Anisa saludar calurosamente a mi amiga. Debía apurarme. En unos quince minutos ya estaba arreglada para salir. Me puse mis viejos pantalones de buzo azules, la musculosa blanca y una camperita rayada de abrigo. No pensaba ponerme más formal. Era sólo un partido de 80 minutos. Y además, planeaba acompañar a Yamila hasta la entrada y luego volverme a casa corriendo.
Yamila se las arregló para convencer a mamá de que íbamos a la costa a caminar con un grupo de amigos. Eso la tranquilizó, por los licántropos casi nunca se acercan al río. Salimos y me cruzó el brazo por el codo para mantenerme cerca.
- ¿Por qué habrás accedido tan rápido a acompañarme? – preguntó sarcástica.
- Mm… Estoy dormida – mentí. No sospechaba de mi plan.
- No es justo que nunca vayas. El 95% de los alumnos del colegio no se pierden un partido – comenzó. Esperaba que me diga que yo conformaba el 5% restante, ya que soy la única alumna que detesta los torneos.
- Sí. Pero no me gusta. ¿Te parece justo para mí ir obligada? –
- Sí –
- Fue… - respondí con los ojos en blanco. Así le poníamos el punto final a nuestras conversaciones. Ya se divisaba la cancha de scrool a lo lejos. Una masa de adolescentes inundaba las plateas y otra masa pagaba uno por uno las entradas a $1,50. Era el momento. Ahora o nunca. Escapar o morir en el partido. Me solté del brazo de Yamila, subí mis pantalones y me largué a correr en dirección contraria a la cancha.
- ¡Giselle! – me gritó Yamila lamentándose. Pero ya la tenía a más de 20 metros y conociéndola, no me alcanzaría. Tenía piernas fuertes y rápidas, era un guepardo. La calle de tierra estaba atestada hasta la mitad por más público para el partido, y yo era la única tarada que corría riendo en dirección contraria. Cuando pasé la masa de gente, una enorme camioneta se me cruzó en el camino y lo último que recuerdo fue volar por los aires y chocar mi pecho contra las piedritas y el polvo del suelo.
- Auch – dije, enojada y adolorida. No había chocado contra la camioneta. La había esquivado. Me apoyé sobre mis brazos para recuperarme. La barbilla me ardía y me dolía el pecho. Abría y cerraba los ojos para volver a ver bien. Sentí que alguien se bajó de la cabina del conductor y corrió hacia mí.
- ¿Estás bien? – era una voz conocida.
- No – me quejé. Levanté mi vista. Era Carlos, el que conduce el transporte escolar, sonriéndome bromista.
- Vamos, levántate chiquilina – me ofreció una mano y lo tomé del antebrazo para ponerme de pie.
- Gracias… - me sacudí la tierra de la ropa.
- Mirá bien por donde corrés la próxima vez, ¿sí? – me retó. No me podía decir nada… Era la hija de intendente.
- Está bien – en sí me sentía mejor, pero ya no más cuando vi la camioneta.
Era el transporte que recorría las zonas más remotas de Villa California para llevar a los alumnos al Victoria de los Ángeles todas las semanas, como siempre. Pero no eran exactamente alumnos los que estaban allí arriba. Por los vidrios, miradas burlonas y asesinas se reían de mí. Los reconocí por su manera de vestir, de sentarse, de ser. Licántropos. Un escalofrío me recorrió la espalda a pesar del ardiente sol que quemaba las calles. Eran los del equipo de scrool, vestidos con sus uniformes (no sé porqué los usan, si los lobos compiten sin ropa). 17 miradas. 17 bocas riéndose. 17 bocas repletas de filosos dientes. 17 adolescentes. 17 lobos. 17 recuerdos que quería evitar. Desvié la vista a otro lado, no me podía permitir más. No me iba a poner a llorar, ya estaba acostumbrada a cruzármelos por los pasillos del colegio. Pero estaba asustada. Sé que no me iban a hacer nada: estaban encerrados en un vehículo, pero igual me asustaba el hecho de que ese vehículo tenía puertas. Arrancó y se perdió detrás. Aún sentía 17 miradas clavadas en mi espalda.
17.
17 segundos tardé para volver corriendo a casa y encerrarme allí.


Porque estoy de buenas, posteo otro capítulo. Pero suficiente por hoy. Vamos a dejarlos con la intriga... :P

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