16.12.09

Claro como el agua

El miércoles fui con la alegría tatuada en la cara. Planeaba hacer de este día lo mejor para Dante. Con mi regalo en el bolso y la esperanza en el corazón, por poco me abalancé sobre él para saludarlo.
- ¡Ey! ¿Por qué tanto cariño de repente? – me preguntó, desasiendo mi abrazo. Para nuestra suerte, un buen clima permitió a nuestros compañeros esperar en la galería, por lo que el aula estaba casi vacía.
- Es tu cumpleaños, tonto – le golpeé la cabeza. – Tomá – le dije mientras le acercaba el libro. Miré su expresión en cuanto lo agarró con las manos. Parecía… decepcionado.
- Wow. Gracias – no se sorprendió para nada en cuanto lo abrió con mucho cuidado, sin apenas romper el envoltorio.
- ¿No te gustó? – sí, definitivamente había algo malo en el brillo de sus ojos.
- Sí, obvio que me gustó – esquivó la mirada para que no siguiera adivinando su estado. – Eso significa que prestaste atención a mis gustos – sonrió, pero la “alegría” no llegó a sus ojos.
- Y entonces, ¿qué hay de malo? – me coloqué frente a su cara, para estudiarle la expresión. No estaba enojado… al menos, no conmigo. – Es tu cumpleaños – le recordé, con nostalgia en la voz.
- Gracias, en serio – dijo, torciendo el gesto. Me dio la espalda y se fue a sentar en su banco. No me volvió a hablar en toda la mañana.
Estaba preparando mis libros cuando se acercó de nuevo. Estaba tan distraída en mis pensamientos que me sobresalté cuando me tocó el brazo. Rió apenas.
- ¿Podrías hacerme un favor? – me preguntó, con ojos compasivos. Asentí sin pensarlo dos veces, arrepintiéndome de inmediato. - ¿No te molestaría que te vaya a buscar a tu casa a eso de las 5? Tengo algo que mostrarte – sus palabras estaban llenas de sincerdad, y atisbé en la manera en que entrecerraba los ojos una pizca de enojo y desilusión.
- Claro… Pero, ¿mis papás? – recordé lo extasiada que estaba Anisa esa mañana. Se quejaba continuamente de que aún no le había dado una respuesta acerca de irse a vivir a la ciudad.
- No te preocupes. Nomás estate a esa hora en la puerta de tu casa – me ordenó. Asentí nuevamente.
A continuación, me dirigió otra mirada lastimosa, como triste, y se acercó tanto a mí que pude sentir el calor que provenía de su piel. Sentí sus ardientes labios presionarse en la piel de mi frente y me olvidé de respirar. Se alejó sosteniéndome la mirada, hasta que desapareció por la puerta. Era la primera vez que debía esperar sola a Anisa desde hace ya cuánto tiempo. Sentí mis ojos húmedos y un nudo abriéndose paso en mi garganta, pero me refregué los lagrimales con las manos antes de que luzca muy obvio.

Chequeé mi reloj por última vez. 5 en punto. El sol brillaba en un cielo azul, desnudo, y me encandilaba la mirada, por lo que me escondí en la sombra de porche. Había refrescado, sí, pero no menos de 15º tal vez. Me había puesto unos jeans, botas y una camperita de algodón. No sabía el lugar que me iba a mostrar, así que me decidí por un estilo informal. Conforme iban pasando los minutos, mi mente fue dando vueltas y vueltas en cuestión a este asunto. ¿Adónde me llevaría? ¿Qué me mostraría? Y entonces, el miedo se apoderó de mí.
Claro, no había nada más claro que eso. Me había tendido una trampa, era obvio. Hoy era su cumpleaños, y el regalo iba a ser yo. Un banquete suculento, la hija del intendente. ¿Cómo pude ser tan tonta? Después del terror que se había apoderado de mí durante años, había caído en las garras de otro licántropo. Se me puso la piel de gallina. Seguramente me acompañaría hasta un terreno lejano, vacío, o un edificio abandonado. Allí finalmente comenzaría el ataque. Tal vez por la espalda, o avisándome antes, aún así sin la posibilidad de escapar. Podría haber invitado a otros compañeros, aunque difícilmente se dignaría a compartir. Me lo imaginaba feroz, temblando mientras se transformaba. ¿Cómo lo haría? Nunca había visto a un licántropo transformarse, y algo me decía que no era un espectáculo para niños. Definitivamente había sido una estúpida. Me debatí por entrar en la casa, al resguardo de Anisa (aunque no fuera tan seguro), temblando y sudando. Cuando puse mi mano en la manija, una vocecita me precipitó. “No, él no es así”. Me repetía. “No es capaz”. Era como el ángel y el demonio. Pero quedaba claro que no sabía cuál era cuál. Y la vocecita tenía, en cierta parte, razón. A diferencia de sus amigos licántropos, Dante era completamente diferente. Sus sentimientos, su alma, sus gestos y su compasión lo hacían aún más humano que yo. ¿Por qué negarle a una persona como él? Analicé cada movimiento, cada palabra que había echo o dicho en los últimos días. Su manera de hablar, de sonreír, de sonrojarse. El calor de su piel, la dulzura de sus ojos, el batir del viento entre sus rizos. Estaba obvio. Dante no era así, no era una bestia, y menos un monstruo.
Y todo fue volviéndose claro.
Todos esos rasgos humanos de Dante, en ese mismo instante, los extrañaba. Su voz, sus manos, su mirada. Se abría un vacío en mi pecho cada vez que lo despedía, que se llenaba en cuanto lo veía de nuevo. No estaba claro, pero lo sentía así. Lo extrañaba. Cerré los ojos buscando aclarar mis pensamientos. Mi corazón me lo aseguraba, así como mi mente y mi cuerpo. Las palabras de mi madre también, y las películas románticas lo hacían. ¡Hasta el viento batiendo las copas de los árboles me lo afirmaba! Me cansé, tomé aire agotada y abrí de nuevo los ojos. Finalmente, me convencieron, y no tuve más opción que cerciorarme de ello.
El dolor que sentía en mi pecho era el dolor físico de separarme de Dante. Así como el dolor espiritual que se aparecía cuando no estaba con él.
En consecuencia, lo que sentía cuando estaba con él era felicidad, alegría.
Y, por último, lo que sentía la mayor parte del tiempo desde el primer día en que me habló, era… amor.
Estaba enamorada de Dante, de un licántropo.
Me recorrió un escalofrío por la espalda y mis piernas se movieron por sí solas, volviéndome a la calle. No quise levantar la mirada, pero mi cuerpo actuaba solo, actuaba por mi alma. Levanté los ojos confundida. A lo lejos, distinguí su caminar peculiar, desgarbado y elegante. A medida que se iba acercando a mí, mi corazón empezó a latir más y más fuerte que hasta lo sentí rebotar contra las costillas. Y en ese mismo instante se puso de pie frente a mí, con sus ojos picarones y su sonrisa celestial.

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