18.12.10


Nunca antes el sol de Andalucía cayó tan tibio como esa tarde.
Esa tarde en la que su difunto padre le confesó la más cruda de las verdaderas escrita en una simple carta. Kayla sabía muy bien de sus infidelidades, del corazón roto de su madre, uno de los principales motivos de su suicidio cuando ella todavía era una niña. ¿Pero esto?
Inaceptable.
¿Cómo era posible que su propio padre le ocultara que tenía tres hermanos esparcidos por el mundo? Ya había pasado tanto tiempo...
Poco y nada sabía de Alfredo Montoya, el que alguna vez fue su querido padre.
Que nació y creció en las mismas tierras donde ella estaba ahora, que huyó de joven a los Estados Unidos y conoció a su madre. Que fue un padre joven, que nunca se acostumbró, y llevó a su familia a la desgracia con amantes y adicciones al juego. Que hizo lo mejor que pudo para criarla cuando su madre se ahorcó. Que murió de una sobredosis a los 34 años, dejándola a ella como una adolescente huérfana. Y ahora, casi diez años después, le confensaba a través de una carta que ella nunca fue hija única.
Tres hijos tuvo con tres distintas mujeres, todas después de que ella naciera. "Nunca amé tanto a ninguna como amé a tu madre, Kayla, creéme. Estaba perdido... Pero me gustaría que encuentres a tus hermanos."
Y ahora, dándose un descanso de la universidad, decidió visitar la tierra natal de su padre y se encontró con la última carta que escribió un su vida.
No sabía si llorar, si gritar, si huir. Sólo sentía el calor del sol sobre su piel y la suave brisa de las sierras.
¿Hermanos? ¿Buscarlos? Detrás de la carta, estaban escritas tres direcciones.
"No me odies, hija, pero a veces la gente se pierde. No te pierdas a ti misma, Kayla, como yo lo hice conmigo mismo. Te amo, princesa, para siempre."

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